
Sin embargo, el deterioro de la capa de ozono puede adquirir un cariz alarmante cuando actúan como intermediarias en este proceso una serie de sustancias gaseosas de presencia cada vez más notoria en la atmósfera, sobre todo en el transcurso de los últimos años. Nos referimos al dióxido de azufre (SO2), emitido principalmente durante las erupciones volcánicas; al monóxido de nitrógeno (NO), emitido por las toberas de los aviones supersónicos... y a los temibles CFCs, emitidos por la actividad humana.
Los CFCs están compuestos por distintas proporciones de cloro, flúor y carbono. Hasta los años setenta del pasado siglo eran empleados en el sistema de propulsión de los aerosoles, como por ejemplo la laca de pelo. A día de hoy, la normativa vigente prohíbe la emisión de estos gases a la atmósfera, y se han suplido en los aerosoles por el propano (C3H8), un gas totalmente inocuo para la capa de ozono.
Se da el caso de que los CFCs son compuestos muy estables, por cuanto no son inflamables ni tóxicos y no dan lugar a combinaciones químicas con otras sustancias. Esta es la razón por la que no encuentran obstáculo para difundirse en la atmósfera hasta alcanzar la región de la estratosfera. A unos 30 kilómetros de altura, y siempre que en el aire reinen bajas temperatura (este tipo de condiciones concurre de manera particular en el cielo del continente antártico, que es donde se localiza a nivel planetario el mayor boquete en la capa de ozono, abarcando este último una superficie de 27 millones de kilómetros cuadrados aproximadamente), la radiación ultravioleta hace que se libere el cloro de la molécula de CFC. El cloro atómico (Cl) es una especie química muy activa, y se combina de un modo implacable y destructivo con el ozono, transformándolo al final en moléculas de oxígeno diatómicas, sin posibilidad de regeneración a su estado inicial. Se estima que un solo átomo de cloro se puede cargar, hablando en plata, nada menos que 100.000 moléculas de ozono antes de que aquél se combine con otras sustancias. Por si esto no fuera bastante, los átomos de cloro muestran una longevidad prodigiosa, puesto que pueden permanecer activos en la atmósfera una media de 100 años. Tal es la razón de que aunque la emisión de CFCs se redujo de forma drástica en la década de 1980, muchos millones de átomos de cloro ya campaban a sus anchas en la estratosfera, y durante muchos años seguirán cumpliendo su labor destructiva del ozono sin que se pueda hacer gran cosa por remediarlo.
Al ozono, en vista de la polémica que le sigue, se le ha venerado como una molécula beneficiosa para la especie humana. Pero bien es verdad que lejos de su emplazamiento en la estratosfera, más en concreto, a nivel de la corteza terrestre, es un gas sumamente venenoso, corrosivo y con un olor fuerte y característico, que se suele asociar con el aroma a tierra húmeda. El ozono también se produce en las fotocopiadoras en funcionamiento, y hay que decir en su favor que se puede utilizar para esterilizar las aguas de consumo humano y que además sirve para degradar los detergentes, los fenoles clorados y los pesticidas, sustancias todas ellas que contribuyen a contaminar el curso de los ríos y los embalses.
En conclusión, la próxima vez que oigamos mencionar el ozono, pensaremos que se trata de un amigo que es mejor tenerlo muy lejos..., al menos verticalmente hablando.
A modo de ejercicio, ¿podrías indagar en libros o en internet acerca de las medidas que se están contemplando en la actualidad para la regeneración de la capa de ozono?
MAESTRE ZAPATA, Julián Esteban, De villa a ciudad: Anécdotas físicas y químicas en Ciudad Real, Ciudad Real, 2006, EdIciones Stª Mª de Alarcos, 150-152.
FERNÁNDEZ PANADERO, Javier, ¿Por qué el cielo es azul?, Madrid, 2004, Páginas de espuma, 41-42.
RUIZ GUTIÉRREZ, José Manuel, Ciencia y sociedad. Siglo XXI, Ciudad Real, 2007, CANTENET, 185-187.
Julián Esteban Maestre Zapata.
